domingo, 4 de noviembre de 2012

ESCOCIA 2014



Cuando más se escuchaba la típica frase conservadora española de "esto sólo pasa en España", va el gobierno británico y llega a un acuerdo con el escocés para celebrar un referendum de independencia en 2014. "Sí se puede" gritan ahora los nacionalistas catalanes -perdón, "independentistas", que tiene mas enjundia-, reconvertidos en una suerte de sucursal del 15M; "Escocia no es Cataluña" claman desde la derecha conservadora - perdón, "liberal"-, tras asumir la estupefacción inicial, y echando mano de la Historia como si está extendiera documentos de legitimidad nacional.
            Recientemente hemos conocido la muerte del gran historiador marxista Eric Hobsbawm, cuyas obras, especialmente la "Historia del siglo XX" son de obligada lectura para todo profesional o aficionado a la materia histórica. Pero estos días releo, como hice hace veinte años, aquel maravillosos trabajo conjunto fruto de una serie de ponencias patrocinadas por la revista Past and Present. Me estoy refiriendo a La invención de la tradición.
            En esta obra conjunta se analizan los procesos de creaciones de mitos históricos, sobre todo entre los siglos XVIII y XIX, que sirvieron para justificar los renacimientos culturales políticos escocés y gales, para prestigiar a una decadente monarquía británica durante la época victoriana o para justificar el dominio colonial sobre la India o África. Sin duda, junto con la introducción de Hobsbawm, el artículo que recuerdo con mayor viveza es el que escribió Hugh Trevor-Roper, otro gran historiador de azarosa vida, acerca de la invención de las tradiciones referidas a las Highlands y especialmente sobre el famoso kilt escocés. Trevor-Roper recoge todo tipo de fuentes -icónicas, textuales-, para demostrar que antes de las revoluciones jacobitas escocesas, en 1715 y 1745, el kilt o falda tradicional escocesa hecha de tartán, no existía. En realidad, los rebeldes highlanders usaban hasta esas fechas la léine o tradicional camisa larga irlandesa que se recogía con un cinturón en la cintura y un abrigo o manto conocido como quelt hacia 1730 y que se recogía en la cintura y el hombro dejándolo caer hasta media pierna. Así, el kilt no era una falda sino una forma de llevar el manto.
            El invento del kilt fue obra de un cuáquero inglés de Lancashire, Thomas Rawlinson, quien en 1727 ideó construir un horno de fundición de hierro alimentado con la madera obtenida en los bosques de Invergarry. Para ello llegó a un acuerdo con el jefe Ian MacDonell de Glengarry para arrendar los bosques. Rawlinson se percató de que el manto de los montañeses resulotaba incómodo para hombres que tenían que talar árboles y construir hornos así que se puso en contacto con un sastre militar en Inverness y juntos diseñaron una nueva prenda separando el manto de los pliegues recogidos en la cintura y convirtiendo éstos en una falda; nacía así el philibeg o pequeño kilt. El propio Rawlinson dio ejemplo llevando la nuev aprenda, e igualmente su socio MacDonell y posteriormente el resto de jefes de clanes. Pronto se extendería a las unidades militares escocesas y sería de obligado uso entre los miembros de la Highland Society de Londres, entre cuyos fundadores estaba otro inventor de mitos: James Macpherson, autor de los falsos relatos del bardo Ossian.
            Pero faltaba la otra gran invención:la idea de que los kilts tenían diferentes tramas y colores según los clanes. Esta idea “antigua” fue “descubierta” por el coronel David Stewart hacia 1815. En 1819 se anunció la visita del rey Jorge IV a Escocia y, ante esta perspectiva, la empresa textil Wilson and Son se alió con la Highland Society para alumbrar un feliz negocio: ellos crearían tartanes diferentes para los clanes y la Sociedad certificaría su antigüedad y veracidad. Cuando en 1822 llegó finalmente el rey, vestido con el kilt, se habían vendido miles de patrones de tartanes entre los distintos clanes. El diseño que ennoblecía al clan MacPherson, por ejemplo, se había denominado antes “Kidd” porque  iba destinado a los esclavos de este comerciante de las Indias Occidentales, y anteriormente fue conocido en la empresa como “número 155”.
            Y aquí tenemos hoy a los escoceses orgullosos de su antiguo kilt y de los colores de su clan. Tal como lo vistió Walter Scott por Edimburgo o los personajes de su maravillosa novela Rob Roy -abstenerse de la horrenda y falaz versión hollywoodiense-, o aquel joven novio a cuya boda asistí en Madrid, pulcramente tocado con su falda, sus medias blancas y su cuchillo en la pantorrilla. O como el entrañable MacMeck, compañero de aventuras de El Corsario de Hierro, olvidado tebeo de Bruguera; un imposible montañés vestido con kilt en el siglo XVII.

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