Escribe Gerry Conlon en su sincera autobiografía “Proved Innocent” que a
principios de los años 60, un tío suyo, católico, se disfrazaba de orangista y
desfilaba en plan de guasa junto a los protestantes que marchaban por los
barrios católicos. Años después, continúa, eso le hubiera supuesto un tiro en
la cabeza.
Como cada mes de julio, y especialmente el día
doce, los protestantes de la Logia Orangista desfilan recordando la victoria
del Boyne (1 de julio de 1690) en la que, en tierras irlandesas, el depuesto rey
católico de Inglaterra Jacobo II era derrotado por las fuerzas del protestante
Guillermo III de Orange. Esos días las Órdenes de Aprendices recorren las
ciudades del Ulster pasando por barrios católicos lo que, durante lo que se
denomina eufemísticamente “The Troubles”, es decir la guerra civil en la región
entre 1966 y 1998, provocó innumerables enfrentamientos y pérdidas de vidas y
haciendas. Casi veinte años después de los Acuerdos de Viernes Santo, las
marchas orangistas siguen causando problemas.
La última vez que estuve en Belfast fue en 2009. A
la entrada de la Oficina de Turismo una funcionaria realizaba encuestas a los
turistas. La intención del gobierno autónomo era saber si los visitantes estarían
interesados en las marchas como un elemento más de la cultura norirlandesa.
Tuve que pedirle que me repitiera la pregunta porque, a pesar de haberla
entendido perfectamente, no podía creer lo que me estaba preguntando. Una de
esas ideas “geniales” de los políticos; esos que jamás han leído a Hobsbawn y
por tanto ignoran la fuerza que tienen los rituales como forma de cohesión
social. Una exhibición patriótica que conlleva conscientemente la humillación
de otra parte de la sociedad, no puede ser transformada en una atracción turística.
Qué diferente aquel Belfast de 2009 del que conocí
en 1990. Con soldados en uniforme de campaña parapetados con ametralladoras
tras sacos terreros; alambradas, blocaos y tanquetas patrullando las calles;
controles militares en el centro de la ciudad ante el Big Ben de pacotilla.
Recuerdo haber llegado a aquella ciudad acompañando a Jim y a sus hijos, y cómo,
entre las risas infantiles, me describía los edificios bombardeados por el IRA,
los helicópteros continuamente tomando fotos en busca de coches bombas...En aquellos días la carretera que separaba los barrios rivales de Shankill
y Falls era conocida como la “Vía de los francotiradores” en una expresión de
que un acto tan cotidiano como volver a casa del trabajo podía suponer la
muerte.
Belfast, la que fuera ciudad más violenta de Europa y dónde ser taxista se
convertía en una ruleta rusa cotidiana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario