viernes, 19 de julio de 2013

BELFAST

    Chistine Spangler


Escribe Gerry Conlon en su sincera autobiografía “Proved Innocent” que a principios de los años 60, un tío suyo, católico, se disfrazaba de orangista y desfilaba en plan de guasa junto a los protestantes que marchaban por los barrios católicos. Años después, continúa, eso le hubiera supuesto un tiro en la cabeza.
Como cada mes de julio, y especialmente el día doce, los protestantes de la Logia Orangista desfilan recordando la victoria del Boyne (1 de julio de 1690) en la que, en tierras irlandesas, el depuesto rey católico de Inglaterra Jacobo II era derrotado por las fuerzas del protestante Guillermo III de Orange. Esos días las Órdenes de Aprendices recorren las ciudades del Ulster pasando por barrios católicos lo que, durante lo que se denomina eufemísticamente “The Troubles”, es decir la guerra civil en la región entre 1966 y 1998, provocó innumerables enfrentamientos y pérdidas de vidas y haciendas. Casi veinte años después de los Acuerdos de Viernes Santo, las marchas orangistas siguen causando problemas.
La última vez que estuve en Belfast fue en 2009. A la entrada de la Oficina de Turismo una funcionaria realizaba encuestas a los turistas. La intención del gobierno autónomo era saber si los visitantes estarían interesados en las marchas como un elemento más de la cultura norirlandesa. Tuve que pedirle que me repitiera la pregunta porque, a pesar de haberla entendido perfectamente, no podía creer lo que me estaba preguntando. Una de esas ideas “geniales” de los políticos; esos que jamás han leído a Hobsbawn y por tanto ignoran la fuerza que tienen los rituales como forma de cohesión social. Una exhibición patriótica que conlleva conscientemente la humillación de otra parte de la sociedad, no puede ser transformada en una atracción turística.
Qué diferente aquel Belfast de 2009 del que conocí en 1990. Con soldados en uniforme de campaña parapetados con ametralladoras tras sacos terreros; alambradas, blocaos y tanquetas patrullando las calles; controles militares en el centro de la ciudad ante el Big Ben de pacotilla. Recuerdo haber llegado a aquella ciudad acompañando a Jim y a sus hijos, y cómo, entre las risas infantiles, me describía los edificios bombardeados por el IRA, los helicópteros continuamente tomando fotos en busca de coches bombas...En aquellos días la carretera que separaba los barrios rivales de Shankill y Falls era conocida como la “Vía de los francotiradores” en una expresión de que un acto tan cotidiano como volver a casa del trabajo podía suponer la muerte.

          Belfast, la que fuera ciudad más violenta de Europa y dónde ser taxista se convertía en una ruleta rusa cotidiana.

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